Capote de brega, de llamativo color fucsia… para hacerte creer que todo va a acabar en un mar de sudor y poco más.
Puyas afiladas a las que crees poder enfrentarte con tus ‘afeitados’ pitones.
Rehiletes también llamados banderillas, no de las que acompañan vinos y cervezas sino de las que se clavan para siempre en el alma.
Muleta roja para disimular la sangría y enmascarar el final que sol y sombra esperan (y que tú crees que no llegará).
Estoque sin filo, de aguda punta, empuñado con destreza (o no) y siempre clavado con rabia.
Y, por si hiciese falta, preparado el verdugo, también llamado puntilla, dispuesto a cortar la médula espinal por la que fluye la vida.
Parafernalia perfecta para acabar con una clase media española, brava, criada en libertad, convencida de que el futuro era aquello a lo que se llegaba con esfuerzo, trabajo y un poco de suerte.
Ímpetu en el tercio de varas, aguante en el tercio de banderillas y perplejidad en un tercio que nunca imaginaron, el de muerte.
¿Y ahora qué?
¡Nos torean! Con intenciones que serían siniestras sino fuese porque ya conocemos el epílogo sin haber empezado a leer el prólogo.
Vivimos el peor momento de nuestra historia democrática en lo que se refiere al reconocimiento de los valores que han hecho progresar a nuestro país: la libertad de empresa, el esfuerzo por lograr que nuestros descendientes vivan mejor que nosotros y la capacidad para invertir, ahorrar y gastar de forma generosa y según nuestro criterio.
En pro de la defensa de un estado de bienestar igual para todos, se desincentiva a aquellos que no quieren ser ‘iguales’ sino mejores. Personas nada sospechosas de rezumar insolidaridad por sus poros, hombres y mujeres que creen en la posibilidad de que su entorno mejore si ellos logran mejorar (y que el esfuerzo de conseguirlo -aunque los resultados sean inciertos- vale la pena).
Gestionar la escasez es muy complicado, especialmente por la mezquindad humana que nunca ve al otro como igual sino como alguien a ‘batir’, por eso ¿no será mejor permitir la abundancia?
Vestida de dádiva, disfrazada de limosna, presentada como donativo, la generosidad siempre es mejor que su alternativa.
Con inyecciones incesantes de miedo, clavadas con sutileza desde los medios de comunicación oficiales y oficiosos, el hombre-masa que Ortega denostaba, se hace fácilmente manipulable y siempre percibe al diferente como enemigo. Y sin diferencia no hay progreso.
Es urgente (e importante) volver a toriles y, de ahí, -librándonos del matadero- a la dehesa, ese ecosistema donde la libertad no sólo se intuye sino que se respira. Libertad de emprender, libertad de mejorar, libertad de clase media.
Y que el albero lo pisen otros, y que la suerte no sea de varas, y que la última muleta que veamos sea la que nos ayude a caminar mejor hacia esa libertad.