Mi rutina es siempre la misma,
quizá por eso se pueda llamar así. En la estación de Chamartín tomo un último
café con mi amor y cuando las pantallas anuncian que el tren a La Coruña está ubicado en la
vía 16, nos levantamos despacio, agarramos mi equipaje compuesto por una maleta
grande y una pequeña bolsa de papel con asas y caminamos hasta la puerta del
ascensor que baja al andén. Nos besamos y yo siempre le digo que la quiero y
que sonría, porque puede ser la última vez que nos veamos, a lo que ella
siempre responde frunciendo el ceño con un “no seas tonto, no tiene ninguna
gracia”.
En el andén, ya cautivo de mis
pensamientos, paso el control de equipajes y me dirijo hacia mi vagón de clase turista
que normalmente está en la parte más alejada de la estación, lo que supone una
larguísima caminata para mí y se convierte en una verdadera prueba de
resistencia física para muchos viajeros cargados de equipaje.
Mi maleta, por sus dimensiones,
encaja como un guante en la parte baja del lugar dedicado a equipajes situado
al principio del compartimento y allí la encastro con la falsa sensación de que
no habrá ladrón capaz de hacerla bajar en una estación anterior a la mía aunque
yo no la vigile.
Las maletas de otros pasajeros, especialmente
personas de edad muy avanzada o madres que viajan solas con niños pequeños,
también forman parte de mi responsabilidad ya que siempre acabo ayudándoles a
colocarlas de la mejor manera posible en una demostración de caballerosidad
que, más de una vez, ha tenido consecuencias en mi pobre musculatura. En fin,
es el egoísmo propio del que busca la recompensa del agradecimiento.
Cuando he comprobado más de una
vez que el número y la letra de mi asiento coinciden con los que aparecen en el
billete, suelo tomar posesión rápidamente del mismo. Generalmente viajo en
ventanilla porque me permite utilizar el gancho a modo de perchero que está en
un lateral de la ventana y disponer así de otra falsa sensación de seguridad,
la de que mi documentación guardada en la cartera que, a su vez, descansa en el
bolsillo interior izquierdo de mi chaqueta, no estará al alcance de cualquiera.
Mi bolsa de papel suele contener
un libro, una pequeña libreta, el cargador del móvil y, lo más importante, dos
bocadillos, uno para la comida y otro para la merienda, una o dos botellas de
agua, alguna pieza de fruta y unas onzas de chocolate para endulzar el largo
trayecto.
Si la llamada de la naturaleza o
el nivel de batería del móvil no me obligan a levantarme de mi asiento de
ventanilla, con esta preparación previa, estoy listo para pasarme las próximas
seis horas y media sentado. Si este vagón tuviese enchufes en los asientos, el
factor ‘batería’ quedaría descartado como motivación para abandonar mi asiento
pseudo reclinable, pero lo cierto es que actualmente tanto la necesidad de
electricidad como las otras ‘necesidades’ sólo se pueden resolver en los aseos
del tren.
Antes de que el convoy se ponga
en marcha con puntualidad británica a las 15:00 h, ya estoy dando buena cuenta
de mi primer bocadillo, de ese modo, con el estómago lleno, puedo estar seguro de que cuando el tren pare
en Segovia 30 minutos después de su salida de Madrid, podré relajarme viendo la
primera de las películas que RENFE nos ofrece gratuitamente junto a los
correspondientes auriculares.
Un vagón de clase turista en un
tren de Madrid a Galicia es un crisol de historias muy variopintas, historias
que sin duda son más producto de tu imaginación que de los detalles reales que
sueles percibir, detalles que apenas logran darte pistas para interpretar de
forma coherente lo que hay detrás de tus compañeros de viaje. Todo lo que
percibes cuando ellos hablan por teléfono, comparten algunas impresiones con su
vecino de butaca (sea éste conocido o no), cuando leen un cierto tipo de
revista, se llevan a la boca una especialidad concreta de comida, cuando visten
de una manera o, incluso, cuando deciden voluntariamente quedarse dormidos la
mayor parte del viaje no es suficiente para conocer ni una pequeña parte de su
vida pero a mí me ayuda a imaginar.
Hasta Zamora todo es alta
velocidad, desde allí hasta Orense hay muchos tramos en los que el tren no
consigue darle significado a esa palabra. Pero Orense te libera, te acerca a tu
destino, especialmente cuando vas a La Coruña. Cuando estás allí
parado sabes que “ahora sí”, que la velocidad alta te permitirá en media hora
estar en Santiago y en otra media en la estación de San Cristóbal. Es el
momento en que las más de cinco horas de viaje te pasan factura y te abandonas,
ya has visto las dos películas, has leído, has escrito e, incluso, has
merendado. Sólo piensas en llegar. Viajas en un tren sin enchufes, sin wifi y,
la mayoría del tiempo, sin cobertura, pero aún así intentas ponerte en contacto
con la realidad que está fuera de tu vagón y envías mensajes y correos
electrónicos que suelen dormitar en tu bandeja de salida por muchos kilómetros,
consultas unas redes sociales que te aportan información rancia e intentas
conectarte a Internet sin resultado, llamas a tus familiares y amigos sabiendo
que esas conversaciones serán un cúmulo de cortes y repeticiones de llamadas.
En definitiva, viajas en tren a Galicia.
Te acercas a Santiago, la mayoría
de los viajeros que te han acompañado siguen en el vagón, pocos han sido los
que se han ido bajando en las estaciones anteriores en relación a los que,
ahora sí, ya se ponen de pie para recoger sus cosas y dirigirse hacia la puerta
de salida. Ellos saben que en menos de diez minutos el tren abrirá sus puertas
en Compostela y que, rápidamente, las volverá a cerrar. Tienen que estar
preparados.
Te despides con la mirada de
muchos de ellos, sonríes la ternura de algún niño pequeño y piensas de nuevo en
las historias fabricadas que tu mente no ha sido capaz de completar en las más
de cinco horas que habéis pasado juntos. Quizá haya otra ocasión, otro viaje,
para seguir armando el puzzle de sus vidas.
Vuelves a enredarte en tus
pensamientos, la mente no puede estar inerte, salta de una idea a una sensación,
de un recuerdo a una esperanza y, de repente eres consciente de que tras una
próxima curva y un pequeño túnel llegaremos a Santiago. La rutina, lo habitual
de tantos viajes.
Pero el viaje del día 24 de julio
no fue un viaje cualquiera, ese día nada sucedió como tenía que suceder. El día
24 se completaron en apenas 10 segundos 78 historias imaginadas. Con un punto y
final inesperado, dando un carpetazo a la vida, esas historias pasaron a formar
parte de la Historia
de España sin permiso, de forma tan injusta como inesperada.
Yo no estaba allí, pero tengo la
sensación de que parte de mí viajaba en ese tren. Y siento también que la vida
me ha dado otra oportunidad para seguir siendo feliz, la maravillosa
oportunidad de llamar al amor que hay en mi vida y poder decirle una vez más
“Hola cariño, ya he llegado. Te quiero”
*Escrito
el 26 de julio de 2013 en homenaje a las víctimas del
accidente de tren Madrid-Ferrol.