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jueves, 10 de abril de 2025

SENTIR

A veces sólo es ponerse. A escribir. Y hoy es una de esas veces. 


Cuando ya hace mucho que el hastío o la vorágine, o ambas cosas, te mantienen amarrado a un noray sin cuerda visible que te impida zarpar, parece que la pluma naufragará si lo intentas. Y no es cierto, las ideas siempre flotan si están bien escritas.


Y metáforas náuticas aparte, hoy toca, por fin, escupir emociones y esculpir historias. Hoy toca tocarte el corazón. Hoy toca, lo que toca ¿sientes el traqueteo de tanta “t” y de tanta “oca”? ¿Ritmo?


Érase una vez un sentimiento de vacío, un sentimiento que necesitaba una razón que lo llenase. Un sentimiento que estaba convencido de que él mismo acabaría esfumándose  o, todavía peor, que acabaría vagando eternamente por el universo de las emociones si algo no lo anclaba rápidamente a la realidad.


Pero por mucho que se esforzaba, el diámetro del vacío de ese sentimiento crecía y crecía cada día y alejaba la posibilidad de encontrar certezas lo suficientemente grandes y pesadas para lograr sujetarlo. Y las pocas que encontraba, aunque eran tan esenciales como la muerte, el miedo o el amor, parecían flotar en una realidad que era una y, al cabo, parecía otra.


Y el vacío lo invadió todo, ahogando al sentimiento hasta matarlo, y aunque no fue exactamente de un modo cruel sí fue algo lo suficientemente rápido como para no dejar huella alguna de su existencia. Sentir, a veces, es más dramático que presentir, aunque no fuera así en esta ocasión donde el vacío sabía de antemano que el sentimiento también sabía quién iba a triunfar.  -FIN-


Entramos de lleno y a toda velocidad en una nueva era, un lugar en el que apenas hemos rasgado el envoltorio y ya nos estamos “pellizcando” a nosotros mismos para entender que sí, que es real la irrealidad que aquél envuelve.


Y noqueados los que pensamos, alucinados los que permiten que otros piensen por ellos e indiferentes los que no piensan hoy ni lo han hecho nunca, todos viajamos a lo desconocido. No a ese lugar ignoto lleno de monstruos inventados, no a ese falso refugio del más allá… sino a una realidad que ya no será la nuestra, una realidad que todavía no  puede ser destino de este viaje porque no existe y, como no tenemos palabra que la defina (como decía Steiner), puede que no llegue a existir nunca.


Y no hay peor incertidumbre que la de no saber hacia donde se dirige el tren cuando te han obligado -a empujones- a subir a los vagones del ganado sin preguntarte siquiera, sin explicarte quién lo conduce, sin reconocerte que no hay nadie a los mandos, que quizá sea la inercia de una leve pendiente la que nos mantiene en marcha o el simple hecho de que, una vez dentro, lo único importante es ir ¿a dónde?, sólo “ir”… 


Sí nos informan que son muchos los que han adquirido con agrado su billete a ninguna parte y que, por ello, el resto nos merecemos, no sólo el hacinamiento sino el reproche sobre nuestro escepticismo (ellos lo llaman rebeldía) e, incluso, cierto castigo por nuestra insolidaridad.


Pero lo cierto es que este tren no tiene trazas de aminorar la marcha ni de llegar a ninguna parte, y cada día sube más gente y va más rápido, por lo que habrá que ir pensando en cambiarse de “vagón”, no sólo por estar más cómodos sino por intentar influir cínicamente, cuál Antístenes (digan lo que digan algunos “Platones”), e intentar convencer a los viajeros de que la felicidad está más en el interior de cada uno, en la vida simple, acorde con nuestra verdadera naturaleza como hombres: personas que llevamos dentro de nosotros el verdadero y único bien.


No cabe desear, ni va a suceder un deus ex machina que, sin venir a cuento, lo cambie todo o, al menos, nos lo explique. La solución (si es que existe el problema), está en cada uno de nosotros, viajemos en el vagón que viajemos, logremos o no cambiar de ubicación, quizá para unos se trate de ver el paisaje que pasa a toda velocidad tras la ventanilla sin cuestionarse la forma de viajar ni mucho menos si hay o no destino. Quizá otros salten del tren en marcha: para morir a su manera (no lo recomiendo, pura física). Y quizá otros tengamos que intentar entender el porqué, sin esperanza alguna de conseguirlo. 


Artículo escrito sin IA, en La Coruña a 8 de abril de 2025.

lunes, 14 de junio de 2021

Nada es inmutable (y nosotros menos)









Cuando tuve la suerte de que mis padres me regalaran mi primer ciclomotor, un Vespino GL de segunda mano que a mí me pareció la moto más maravillosa del mundo, entre la euforia y las ganas de escaparme con él, mientras aceleraba una y otra vez montado de pie sobre los pedales, con el caballete puesto y mi cuerpo algo inclinado hacia delante para que la rueda trasera quedase libre y nada le impidiese dar vueltas con cada golpe de muñeca, y a pesar del ruido que salía por aquél tubo de escape al que tantos ‘pasajeros’ le deberían después alguna que otra quemadura en sus tobillos, me pareció oír a mi padre (que también había disfrutado de las motos mucho tiempo atrás) decir, por enésima vez ese día, su frase preferida «No te olvides que los ‘motoristas’ se dividen en dos categorías, los que se han caído y los que se caerán. Ten mucho cuidado»

Y tenía razón. Por fortuna las caídas en esa y otras motos que tuve el placer de conducir  en los siguientes años (nunca llegué a la categoría de piloto) no fueron graves y me permiten contar hoy esta historia que viene a colación como metáfora de uno de los aspectos que no se suelen tener en cuenta cuando se decide emprender: tarde o temprano, algo no va a ser como esperabas.

Saber que podía caerme de la moto que más tiempo me acompañó (una Vespa P 200 E roja) no me impidió montar en ella, disfrutarla, viajar, animar a otros a montar conmigo de ‘paquete’, pero sí que es cierto que a medida que mi experiencia como conductor y como persona fue creciendo, mi conciencia de los riesgos fue aumentando, entre pequeños ‘sustos’, despistes propios o ajenos, circunstancias mecánicas o climatológicas, excesos de confianza, malas decisiones, atajos indebidos, etc. la verdad es que mi forma de plantearme un desplazamiento en moto fue cambiando, haciéndose más sensata y menos impulsiva, hasta que, un día, la moto dejó paso al coche y las sensaciones que tanto había disfrutado quedaron ‘aparcadas’ durante muchos años.

Tuvieron que pasar casi 20 años para volver a recuperar esas sensaciones de las que os hablaba antes. Ahora mi padre ya no estaba para darme sus sabios consejos y era yo el que ya tenía hijos (en ese momento muy alejados de ansiar una moto propia).

El día que volví a subirme al mismo modelo de Vespa que había tenido (esta vez de color blanco y ya considerado ‘clásico’), las sensaciones que había experimentado dos décadas atrás, volvieron a mí, de un modo que es muy difícil de describir: yo volvía a ser mi yo de 18 años. ¡Increíble!

Aunque sólo fueron unos minutos, poder experimentar esa regresión (una combinación de algo físico, debido a la postura que yo tenía encima de la moto, y algo emocional parecido a la euforia) y gozar de la increíble felicidad que sentía encima de mi Vespa cuando era adolescente… ¡mágico!

Hasta que se cruzó aquel coche intempestivamente y tuve que pisar el freno hasta el fondo para no chocar con él. 

Cuando la rueda de atrás de la moto se bloqueó y la moto empezó a derrapar, el miedo anuló todo tipo de euforia (al menos la positiva). Fueron instantes eternos hasta que pude controlarla y parar en el arcén. 

Me bajé, puse la moto encima del caballete y me quité el casco todavía temblando.

Mi cara reflejada en el espejito retrovisor que salía de la parte izquierda del chasis ya no era la de ese chaval de 18 años capaz de mirar de frente a la muerte cuando ‘tumbaba’ en una curva y saltaba alguna chispa o cuando hacía un ‘caballito’, sino la de un casi cuarentón al que su experiencia le decía que su ‘carcasa’ de piel y huesos no estaba especialmente preparada para arrastrase por el suelo.

Cuando volví a encender la Vespa y metí primera subiendo la ‘maneta’ izquierda y soltándola muy poco a poco dejando que el embrague se entendiese cordialmente con el acelerador, dentro del casco la cabeza me daba vueltas y mi pensamiento era recurrente: yo ya no soy el yo que era, pero quiero seguir siendo.

La moto, a partir de ese momento, sólo fue un medio de transporte para distancias cortas y velocidades limitadas. No quiere esto decir que no fuese útil o divertida, que lo fue, pero jamás volví a sentir en ella esa euforia y, cuando llegó el momento, apelando a la sensatez y echándola de menos desde el mismo momento en que tomé la decisión, con aquella sensata advertencia de mi padre repicándome en el cerebro, decidí venderla.


Nada es inmutable, ni siquiera aquellos fenómenos que se escapan a la comprensión finita de nuestro cerebro y creemos que no cambian ni cambiarán nunca («el sol seguirá brillando cuando no estemos, como lo ha hecho siempre»).

Y mucho menos nosotros, que cambiamos de forma abrupta o imperceptible, y que lo hacemos cada día.

Las respuestas correctas que tanto nos ha costado encontrar de nada nos sirven ante las nuevas preguntas que nos hacemos con el paso del tiempo. 

Y, aún así (los emprendedores y los autónomos en particular), nos aferramos a las circunstancias óptimas y las convertimos en principios básicos, esculpimos en piedra nuestro modus operandi y  utilizamos estrategias indelebles creyendo que los muros que parapetan nuestro futuro ¿cierto? en el negocio nunca serán derruidos.

¿No sería más fácil pisar firme aunque no se esté seguro de nada? ¿No sería más útil hacer gimnasia mental orientada a trabajar la flexibilidad imprescindible para asumir lo nuevo -malo o bueno- que tarde o temprano llegará?

Igual que los ‘motoristas’ saben que un día ‘besarán’ el asfalto y no por ello dejan de ‘pilotar’ y de disfrutar de las sensaciones que sólo la moto te da (eso sí, con la protección adecuada), los emprendedores deberíamos de ‘cabalgar’ el presente con pasión y con la seguridad que proporciona la certeza de que la carretera, las condiciones climatológicas, la misma moto y, por supuesto, nosotros, una vez que ‘arranquemos’ ya nunca seremos los mismos.






 



jueves, 16 de abril de 2020

EL FUTURO


“El problema de nuestros tiempos es que el futuro ya no es lo que solía ser” escribía el poeta francés Paul Valéry hace 100 años. Quizá hoy sería incluso más contundente.

¿Qué queda del siglo XX? Sólo quedamos nosotros. Creíamos saber las respuestas y este nuevo siglo nos cambia, cada cierto tiempo, las preguntas.

Si queremos encontrar lucidez quizá deberíamos rebuscar más atrás, desempolvar ideas de  siglos que nadie vivo haya transitado.

En 1862, nueve años antes de que Valéry naciese, todavía en pleno siglo XIX, el novelista ruso Iván Turguénev populariza, sin quererlo, un concepto que podría sernos útil: el nihilismo.

"Nihilista es la persona que no se inclina ante ninguna autoridad, que no acepta ningún principio como artículo de fe" decía el bueno de Iván.

Es verdad que cínicos y escépticos ya adelantaron, en la antigua Grecia, esa idea que acabó novelando Turguénev en ‘Padres e hijos’, pero a nosotros no nos importan los derechos de autor. 

Vamos a ‘piratear’ la esencia de la fórmula, adjetivarla con la palabra ‘positivo’ y ver si nos puede aportar algo en este tiempo lleno de incertidumbre vírica, quizá nos ayude a contagiarnos de un futuro más parecido al que solía ser.

El camino se desdobla, a un lado la utopía, al otro la distopía ¿o era al revés? 

No podemos estar seguros de que nuestra elección nos lleve a ese futuro soñado, sólo podemos estar seguros de que la indecisión es la muerte. No optar no es una opción.

Cargada la mochila de nihilismo positivo, unos elegirán ponerse en marcha hacia la utopía (aún sabiendo que podrían estar caminando en dirección a su antónimo), y acelerarán el paso porque  intuyen que alcanzar el horizonte es imposible y pretenden comprobarlo llegando a él antes de que anochezca para siempre, antes de que sus ojos, ciegos de vida, no tengan fuerzas para abrirse a un nuevo día.

Mientras se alejan, miran hacia el lado en que caminan los que eligieron viajar a la distopía y, poco a poco, unos y otros se van haciendo pequeños. 

Unos pasos más bastarán para que utópicos y distópicos sólo sean un bulto en las retinas de ambos. Nada sabrán unos y otros de si fue la suya la decisión acertada al abrazar el nihilismo positivo o al prescindir del mismo.

El futuro de todos serán los recuerdos. 

Utopía o distopía sólo son las dos caras del mismo ‘presente’.

Escena: Valéry y Turguénev dentro de la tinaja de Diógenes de Sinope, el ‘cínico’. 

Los tres masticando la amarga autosuficiencia.

Paul como notario, transcribiendo en verso un futuro que ya empieza a parecerse al que nunca quisimos que fuera. 

Iván renegando del indolente Bazárov surgido de su pluma. 

Diógenes feliz en un siglo XXI donde toda su Atenas es cínica, nada necesita.

Ninguno de los tres dice nada. 

Se cierra el telón.

Nadie aplaude.


lunes, 9 de septiembre de 2019

NOS TOREAN


    


Capote de brega, de llamativo color fucsia… para hacerte creer que todo va a acabar en un mar de sudor y poco más.

Puyas afiladas a las que crees poder enfrentarte con tus ‘afeitados’ pitones. 

Rehiletes también llamados banderillas, no de las que acompañan vinos y cervezas sino de las que se clavan para siempre en el alma.

Muleta roja para disimular la sangría y enmascarar el final que sol y sombra esperan (y que tú crees que no llegará).

Estoque sin filo, de aguda punta, empuñado con destreza (o no) y siempre clavado con rabia.

Y, por si hiciese falta, preparado el verdugo, también llamado puntilla, dispuesto a cortar la médula espinal por la que fluye la vida.

Parafernalia perfecta para acabar con una clase media española, brava, criada en libertad, convencida de que el futuro era aquello a lo que se llegaba con esfuerzo, trabajo y un poco de suerte.

Ímpetu en el tercio de varas, aguante en el tercio de banderillas y perplejidad en un tercio que nunca imaginaron, el de muerte.

¿Y ahora qué?

¡Nos torean! Con intenciones que serían siniestras sino fuese porque ya conocemos el epílogo sin haber empezado a leer el prólogo.

Vivimos el peor momento de nuestra historia democrática en lo que se refiere al reconocimiento de los valores que han hecho progresar a nuestro país: la libertad de empresa, el esfuerzo por lograr que nuestros descendientes vivan mejor que nosotros y la capacidad para invertir, ahorrar y gastar de forma generosa y según nuestro criterio.

En pro de la defensa de un estado de bienestar igual para todos, se desincentiva a aquellos que no quieren ser ‘iguales’ sino mejores. Personas nada sospechosas de rezumar insolidaridad por sus poros, hombres y mujeres que creen en la posibilidad de que su entorno mejore si ellos logran mejorar (y que el esfuerzo de conseguirlo -aunque los resultados sean inciertos- vale la pena).

Gestionar la escasez es muy complicado, especialmente por la mezquindad humana que nunca ve al otro como igual sino como alguien a ‘batir’, por eso ¿no será mejor permitir la abundancia? 

Vestida de dádiva, disfrazada de limosna, presentada como donativo, la generosidad siempre es mejor que su alternativa. 

Con inyecciones incesantes de miedo, clavadas con sutileza desde los medios de comunicación oficiales y oficiosos, el hombre-masa que Ortega denostaba, se hace fácilmente manipulable y  siempre percibe al diferente como enemigo. Y sin diferencia no hay progreso.

Es urgente (e importante) volver a toriles y, de ahí, -librándonos del matadero- a la dehesa, ese ecosistema donde la libertad no sólo se intuye sino que se respira. Libertad de emprender, libertad de mejorar, libertad de clase media.


Y que el albero lo pisen otros, y que la suerte no sea de varas, y que la última muleta que veamos sea la que nos ayude a caminar mejor hacia esa libertad.

jueves, 30 de agosto de 2018

MI MUNDO



Hoy me he levantado en un mundo que no reconozco. Intento encontrar algo que me resulte familiar y, por más que busco... nada.

Mi mundo no era blanco o negro, tenía miles de matices.
Mi mundo era de personas, no de hombres o mujeres.
Mi mundo era de tomar decisiones y asumir las consecuencias.
Mi mundo tenía cicatrices que nos recordaban sufrimientos pasados que no íbamos a repetir.
Mi mundo era un lugar donde un accidente podía suceder sin culpables.
Mi mundo se podía tocar.
Mi mundo era ese ágora donde las falsedades jamás tenían rango de noticias.

Sigo buscando, miro a través de muchas ventanas y hasta el horizonte me parece finito. 
Estoy descolocado y no creo que pueda llegar a vivir en un lugar que no es mi sitio.

Veo mucha más caridad que solidaridad, y no me gusta.
Veo minusválidos emocionales por doquier, atiborrados a pastillas de falsa seguridad, y no me gusta.
Veo buenas personas pero muy pocas personas buenas, y tampoco me gusta.
Veo héroes muertos que nunca lo fueron.
Veo mediocres vivos que pretenden lo que jamás serán.
Y no me gusta.

Si alguien tiene la culpa de mi situación sólo puedo ser yo mismo, estoy en una dimensión desconocida sin saber cómo he llegado hasta ella.

La opción de regresar al refugio de mis convicciones no es viable si tengo que deambular por aquí.
La opción de convertirme es menos tolerable todavía.

No se trata de ser optimista, realista, pesimista, fuerte o débil, se trata de intentar conservar hielo en el corazón del sol. No acabo de verlo.

Sólo me queda esperar sin saber a qué o a quién, y escuchar voces en mi interior esperando que alguna me diga por dónde.

Mañana me levantaré, de nuevo, en un mundo irreconocible (quizá un poco menos) y pasado mañana lo volveré a hacer y así cada día hasta que ese mundo sea mi mundo. 

Ahora es el momento de tomar la gran decisión: acostarme ya, para despertar cada día en un nuevo mundo que cada día será más mío sin que yo lo desee, o seguir despierto viviendo mis últimas horas añorando lo que fue pero nunca más será.

Se me cierran los ojos...