Cuando tuve la suerte de que mis padres me regalaran mi primer ciclomotor, un Vespino GL de segunda mano que a mí me pareció la moto más maravillosa del mundo, entre la euforia y las ganas de escaparme con él, mientras aceleraba una y otra vez montado de pie sobre los pedales, con el caballete puesto y mi cuerpo algo inclinado hacia delante para que la rueda trasera quedase libre y nada le impidiese dar vueltas con cada golpe de muñeca, y a pesar del ruido que salía por aquél tubo de escape al que tantos ‘pasajeros’ le deberían después alguna que otra quemadura en sus tobillos, me pareció oír a mi padre (que también había disfrutado de las motos mucho tiempo atrás) decir, por enésima vez ese día, su frase preferida «No te olvides que los ‘motoristas’ se dividen en dos categorías, los que se han caído y los que se caerán. Ten mucho cuidado»
Y tenía razón. Por fortuna las caídas en esa y otras motos que tuve el placer de conducir en los siguientes años (nunca llegué a la categoría de piloto) no fueron graves y me permiten contar hoy esta historia que viene a colación como metáfora de uno de los aspectos que no se suelen tener en cuenta cuando se decide emprender: tarde o temprano, algo no va a ser como esperabas.
Saber que podía caerme de la moto que más tiempo me acompañó (una Vespa P 200 E roja) no me impidió montar en ella, disfrutarla, viajar, animar a otros a montar conmigo de ‘paquete’, pero sí que es cierto que a medida que mi experiencia como conductor y como persona fue creciendo, mi conciencia de los riesgos fue aumentando, entre pequeños ‘sustos’, despistes propios o ajenos, circunstancias mecánicas o climatológicas, excesos de confianza, malas decisiones, atajos indebidos, etc. la verdad es que mi forma de plantearme un desplazamiento en moto fue cambiando, haciéndose más sensata y menos impulsiva, hasta que, un día, la moto dejó paso al coche y las sensaciones que tanto había disfrutado quedaron ‘aparcadas’ durante muchos años.
Tuvieron que pasar casi 20 años para volver a recuperar esas sensaciones de las que os hablaba antes. Ahora mi padre ya no estaba para darme sus sabios consejos y era yo el que ya tenía hijos (en ese momento muy alejados de ansiar una moto propia).
El día que volví a subirme al mismo modelo de Vespa que había tenido (esta vez de color blanco y ya considerado ‘clásico’), las sensaciones que había experimentado dos décadas atrás, volvieron a mí, de un modo que es muy difícil de describir: yo volvía a ser mi yo de 18 años. ¡Increíble!
Aunque sólo fueron unos minutos, poder experimentar esa regresión (una combinación de algo físico, debido a la postura que yo tenía encima de la moto, y algo emocional parecido a la euforia) y gozar de la increíble felicidad que sentía encima de mi Vespa cuando era adolescente… ¡mágico!
Hasta que se cruzó aquel coche intempestivamente y tuve que pisar el freno hasta el fondo para no chocar con él.
Cuando la rueda de atrás de la moto se bloqueó y la moto empezó a derrapar, el miedo anuló todo tipo de euforia (al menos la positiva). Fueron instantes eternos hasta que pude controlarla y parar en el arcén.
Me bajé, puse la moto encima del caballete y me quité el casco todavía temblando.
Mi cara reflejada en el espejito retrovisor que salía de la parte izquierda del chasis ya no era la de ese chaval de 18 años capaz de mirar de frente a la muerte cuando ‘tumbaba’ en una curva y saltaba alguna chispa o cuando hacía un ‘caballito’, sino la de un casi cuarentón al que su experiencia le decía que su ‘carcasa’ de piel y huesos no estaba especialmente preparada para arrastrase por el suelo.
Cuando volví a encender la Vespa y metí primera subiendo la ‘maneta’ izquierda y soltándola muy poco a poco dejando que el embrague se entendiese cordialmente con el acelerador, dentro del casco la cabeza me daba vueltas y mi pensamiento era recurrente: yo ya no soy el yo que era, pero quiero seguir siendo.
La moto, a partir de ese momento, sólo fue un medio de transporte para distancias cortas y velocidades limitadas. No quiere esto decir que no fuese útil o divertida, que lo fue, pero jamás volví a sentir en ella esa euforia y, cuando llegó el momento, apelando a la sensatez y echándola de menos desde el mismo momento en que tomé la decisión, con aquella sensata advertencia de mi padre repicándome en el cerebro, decidí venderla.
Nada es inmutable, ni siquiera aquellos fenómenos que se escapan a la comprensión finita de nuestro cerebro y creemos que no cambian ni cambiarán nunca («el sol seguirá brillando cuando no estemos, como lo ha hecho siempre»).
Y mucho menos nosotros, que cambiamos de forma abrupta o imperceptible, y que lo hacemos cada día.
Las respuestas correctas que tanto nos ha costado encontrar de nada nos sirven ante las nuevas preguntas que nos hacemos con el paso del tiempo.
Y, aún así (los emprendedores y los autónomos en particular), nos aferramos a las circunstancias óptimas y las convertimos en principios básicos, esculpimos en piedra nuestro modus operandi y utilizamos estrategias indelebles creyendo que los muros que parapetan nuestro futuro ¿cierto? en el negocio nunca serán derruidos.
¿No sería más fácil pisar firme aunque no se esté seguro de nada? ¿No sería más útil hacer gimnasia mental orientada a trabajar la flexibilidad imprescindible para asumir lo nuevo -malo o bueno- que tarde o temprano llegará?
Igual que los ‘motoristas’ saben que un día ‘besarán’ el asfalto y no por ello dejan de ‘pilotar’ y de disfrutar de las sensaciones que sólo la moto te da (eso sí, con la protección adecuada), los emprendedores deberíamos de ‘cabalgar’ el presente con pasión y con la seguridad que proporciona la certeza de que la carretera, las condiciones climatológicas, la misma moto y, por supuesto, nosotros, una vez que ‘arranquemos’ ya nunca seremos los mismos.