Apo tiene una edad, aunque no
quiere que se sepa. Negro como la mayoría de sus compañeros, ahora está algo
teñido: de rojo y de roja. De sangre y de España.
Apo tiene una patria pero no le
importará relegarla a lo más profundo de sus recuerdos por un tiempo. Todo
porque no quiere que más de dos años de viaje acaben en el mismo lugar donde
empezaron.
Apo tiene una madre y,
probablemente, un padre, aunque no lo haya conocido jamás. Y también una
hermana, Amila, al menos es así como aparece en su perfil de Facebook, porque
Amila tiene Facebook, y Apo también.
Una página en la que ha ido
relatando su odisea cuando ha podido acceder a Internet desde su subsahariano
teléfono móvil. Un muro lleno de fotos que nos hablan más de una huida que de
una emigración.
Apo hoy está feliz, su sonrisa le
delata, en la última foto que ha subido a la red esa sonrisa es más blanca que
nunca, media luna que refulge como seguro lo hizo el satélite en algunas de las
noches frías en las que Apo durmió mirándolo fijamente.
Apo ya está con nosotros y planea
quedarse por mucho tiempo. Por sus venas fluirá durante años la esencia de la
necesidad y, aunque es muy joven, tardará en olvidar por qué se fue y para que
vino. Facebook estará siempre ahí para recordárselo y para que sus ‘amigos’ de
allá abajo sigan su ejemplo y empiecen su propia odisea hasta llegar a un negro
muro, negro de noche oscura, negro de piel y de futuro negro, un muro digital
lleno de aristas donde perder las huellas, un muro donde las únicas fotos que se
pueden subir son autorretratos de poca carne y de muchos huesos.
En poco tiempo Apo chapurreará un
castellano eficiente que le permitirá buscarse la vida cada vez mejor, y
seguirá compartiendo nostalgia y penalidades en su lengua natal con otros como
él que, sino totalmente, algo le entenderán.
Su muro de Facebook se alimentará
mejor que él, ya que Apo no puede permitir que su hermana sea la que invente
las mentiras sobre España que su madre necesita oír, pero llegará un día en que
Apo chocará con ese techo de cristal que a todos devuelve una imagen apagada,
de un hombre mayor que nadie reconocería como el joven que traspasó aquella
valla metálica, un cristal, cual espejo retrovisor, que idealiza lo que un día
se quedó tras ese muro.
Apo se engañará a sí mismo, como
todos, y se convencerá de que las cicatrices todavía visibles de su cuerpo y
las heridas siempre abiertas de su alma son un justo peaje por franquear una
barrera hacia una vida mejor de la que hubiera tenido. Pensará que sólo debe
arrepentirse de lo que no ha hecho, que lo que sucede conviene y que a él le
han sucedido tantas cosas que no tiene derecho a quejarse.
Y su muro, que poco a poco irá
siendo algo menos negro y un poco más gris, reflejo de sus cabellos tempranamente
encanecidos y de sus recuerdos metálicos, seguirá proyectando una vida
idealizada para quien, al otro lado del mundo, en un lugar enfrascado
eternamente en conflictos alimentados por la miseria y la codicia, quiera
creérsela.
Apo, como siempre ha hecho desde que salió de su otra patria, comprueba
el nivel de batería de su móvil, de forma obsesiva, cada cinco minutos. En una
de esas miradas furtivas descubre un mensaje. Es un mensaje de Facebook,
firmado por un tal Mark, que le da las gracias por formar parte durante tanto
tiempo, y de un modo tan activo, de su red social. Un mensaje donde Mark le
invita a ver un vídeo hecho especialmente para él titulado Look back.
Apo posa su dedo corazón encima del enlace, duda un instante y, al
final, presiona. Al cabo de unos segundos decenas de imágenes aparecen ante sus
ojos transportándolo a través de una vida que, ahora lo sabe, nunca fue la
suya.
Fundido en negro, fin de la historia, de nuevo delante de un muro.
Ahora sólo le queda decidir si lo llena de auténtica vida.
Apo apaga el móvil por primera vez en muchos años, se seca las lágrimas
y, sin que nadie pueda evitarlo, se deja caer a la vía justo antes de que el
metro frene en su última estación.
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