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martes, 30 de abril de 2013

Sr. Radical


En España hay unos 70.000 presos y unos 14.000 monjes contemplativos, estos son los únicos colectivos que no tienen que preocuparse de nada. Tienen comida y techo garantizado sin tener que realizar un trabajo remunerado.

Puestos a elegir, la alternativa carcelaria te ofrece mayor contacto con el mundo exterior (visita dominguera) y relaciones sociales más amplias (paseo por el patio), a su vez, la clausura monacal te garantiza una total tranquilidad interior y una vida sin mayores sobresaltos (ya se sabe que hablar está sobrevalorado).

Si no te convencen ninguna de estas dos opciones, siento decirte que ubicarse en alguno de los grupos que contempla la última Encuesta de Población Activa no te asegura nada, incluso la opción de ser empleado público está en entredicho, ya que en cualquier momento empezarán a rebajarles el sueldo hasta límites sólo conocidos por los antiguos funcionarios de la ex Unión Soviética.

Dejando al margen los criterios para definir lo que es una persona ‘Activa’ para la EPA (las amas de casa no lo son), en España somos 47 millones de ciudadanos (bajando) y sólo a 22,8 millones se nos considera ‘Activos’. De ellos, tan sólo 16, 6 millones ejercen como tales.

No voy a comentar lo obvio, la insostenibilidad del estado de bienestar que conocemos  cuando sólo un 35% de la población está ocupada, me temo –permítanme la digresión-  que tendremos que inventar otro modelo y calificarlo como ‘de bienestar’ aunque no se parezca ni ‘por el forro’ al que habíamos alcanzado. Sin embargo sí voy a realizar un análisis microscópico de los datos, enfocando mi lente en la distribución de esas personas ‘Ocupadas’.

Grosso modo, de los más de 16 millones de personas ocupadas, 10 millones y medio lo son por cuenta ajena, 3 millones  por cuenta propia y casi otros 3 millones serían empleados públicos.

Hace un tiempo, desde las asociaciones de autónomos y pymes se decía aquello de que “si cada uno contratase un trabajador, se acabaría con el paro” parece que ahora van a tener que contratarse al menos dos… O quizá también se podría doblar el número de autónomos y que los 6 millones resultantes contratasen a los 3 millones de parados que quedarían, ‘et voilà’, pleno empleo en España.

Sobre el papel todo resulta fácil, pero la realidad es que no se puede montar un negocio o hacerse autónomo cuando no hay mercado objetivo para tu producto o servicio. Y, desgraciadamente, en España, no hay consumo suficiente para tanto potencial autoempleado. Tengamos en cuenta que más de 5 millones de personas de las ocupadas no llegan a ganar 1.000 € mensuales lo que, tras el gasto de subsistencia (vivienda, comida, salud) poco les queda para hacerse consumidores de otros servicios (sector éste, el de servicios, en el que la mayoría de los autoempleados recalan cuando deciden montar su propio negocio).   

Por tanto, cuando los políticos enarbolan la bandera del ¡Hágase emprendedor! ¡Monte su propio negocio! deberían ser conscientes de que ofrecer este tipo de sacrificios a los dioses de la economía no sólo no va a solucionar nada sino, más bien, todo lo contrario.

Otras soluciones típicas que también se proponen para mejorar los resultados de la EPA, acaban pasando siempre por la internacionalización, y no me refiero a fabricar productos en nuestro país para exportarlos (apenas tenemos industria) me refiero a lo que antes se conocía vulgarmente por ‘emigración’ ya que, si buscas trabajo, quizá lo encuentres fuera de España y nos arregles un poco la estadística.

Nos queda el reparto del trabajo, pero como ya hemos visto, si ganas menos de 1.000 € es poco probable que puedas trabajar la mitad, cobrar 500 € y sostener a tu familia. Aunque es verdad que tendrías mucho más tiempo para estar con los tuyos, no en todos los casos esto es tan maravilloso como lo pintan ¿verdad?

Por tanto nos abocamos al sistema ‘Robin Hood’, debemos robar a los ricos para dárselo a los pobres. Esta es una metáfora válida para el principio lógico de redistribución de rentas que cualquier democracia esgrime en su esencia pero que, como vemos todos los días, no se cumple.

Entonces ¿qué hacemos?  Lo primero dejar de engañarnos a nosotros mismos y asumir la cruda realidad.

Viviremos más pero viviremos peor. Dispondremos de menos dinero y tendremos menos servicios públicos gratuitos. La mayoría no podremos jubilarnos porque alcanzar una pensión digna será imposible, no habremos cotizado los años necesarios ni la cantidad adecuada. Probablemente no tendremos una vivienda en propiedad porque, incluso tras acabar de pagar la hipoteca, los impuestos sobre ella la convertirán en una carga imposible de aguantar y prefiramos venderla (eso sí, a un precio muy por debajo de lo que nos costó). Nuestros padres no nos podrán ayudar y nuestros hijos mucho menos y, lo peor, nosotros no podremos ayudar ni a nuestros padres ni a nuestros hijos.

Una vez que nos hemos quitado la venda de los ojos sólo nos queda proponer alternativas radicales si queremos lograr otro futuro diferente al que hemos descrito en el párrafo anterior.

A mí se me ocurren varias cosas radicales, la primera dejar el aparato del Estado en su mínima expresión (aunque eso suponga a corto plazo otro millón más de parados y acabar con las autonomías), lo segundo dejar de pagar la deuda pública renegociando con nuestros acreedores nuevos plazos de amortización y abono de intereses (y, por tanto, dejar de emitir deuda nueva), lo tercero negociar nuestra posición en el club que llamamos Unión Europea (si no les gustan las nuevas reglas que les vamos a proponer, nos marchamos), lo cuarto, en función de lo anterior, mandar el euro a tomar viento y volver a la peseta, lo quinto dedicar los recursos del país a crear o relanzar sectores estratégicos de futuro (energías renovables, sector primario, investigación, tecnología, etc…) y lo sexto, hacer que el máximo número de personas del mundo sigan creyendo que, a pesar de todo lo radicales que nos hayamos vuelto, somos un magnífico lugar para venir a visitar e, incluso, para invertir o quedarse a vivir.

Seguro que si cada uno de nosotros, detrás de nuestro nombre de pila, nos ponemos a modo de apellido el adjetivo RADICAL (que según el diccionario de la RAE significa  “Partidario de reformas extremas, especialmente en sentido democrático.”) podremos imaginar soluciones que nos saquen de este berenjenal donde nos hemos metido sin necesidad de tener que optar entre el hábito o el traje a rayas.

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